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Un proposta per la millora de l’educació a Espanya. Fer escoles d’elit com els CARs

Cesar Molinas (ántic catedrátic d’Instituto de Enseñanza Media) publica a El Pais del 14 de juny de 2011

En este artículo propongo la creación de un circuito público, exclusivo pero no excluyente, de centros de enseñanza secundaria de excelencia. En primer lugar, aclararé el sentido de alguna terminología que podría dar lugar a equívocos. En segundo lugar, me referiré al problema de las élites españolas y me preguntaré si el sistema educativo podría ayudar a resolverlo. En tercer lugar, pondré al deporte como ejemplo de lo que hay que hacer con la enseñanza. Por último, daré algunas ideas sobre el funcionamiento de los centros excelentes y estimaré cuánto podría costar este proyecto al erario público.

En lo que sigue utilizo los términos “libertad” en el sentido de Kant (Crítica de la razón práctica), “nobleza” en el sentido de Ortega (La rebelión de las masas) y “esfuerzo” en el sentido de Manrique (Coplas a la muerte de su padre). Como debería enseñarse en nuestro Bachillerato, los tres términos se refieren al mismo concepto moral básico y son, en este sentido, equivalentes. Kant nos enseñó que la libertad no surge de ejercer derechos, sino de asumir deberes. No hay libertad sin moral y la persona libre es la que, por consideraciones morales, se obliga. Quien se obliga es noble, dijo Ortega, invirtiendo la convención de que nobleza obliga. Y nobleza es esfuerzo, apostilló Manrique. Más terminología. Un centro educativo de excelencia es aquel que otorga un currículo de una sola línea: “me gradué en Harrow”; “soy Polytechnicien”. Información adicional sobre la persona, en estos casos, es siempre letra pequeña: los centros de excelencia se caracterizan por formar personas libres, nobles y esforzadas, valgan las redundancias. Educan y, para eso, enseñan.

El problema de España no son tanto las masas, embrutecidas en las últimas décadas por una lista interminable de derechos a la que no da sentido obligación alguna, como las élites. Desde hace siglos estas últimas han sido ortodoxas, conformistas, alicortas, satisfechas de sí mismas y reaccionarias. Ortega condensó en unas pocas líneas lo que a Menéndez y Pelayo le llevó 2.000 páginas: “Lo característico de España no es que la Inquisición quemase a los heterodoxos, sino que no hubiese ningún heterodoxo importante que quemar. Cuando por casualidad ha habido algún heterodoxo español importante, se iba fuera, como Servet, y era fuera donde lo quemaban”. El progreso, donde ha ocurrido, siempre ha sido impulsado por élites heterodoxas, inconformistas, ambiciosas, insatisfechas y progresistas. En España han faltado los visionarios que, plantando con firmeza sus pies en el futuro, tuviesen la energía suficiente para estirar de la sociedad. Lo llamativo del caso es que no se les ha echado de menos. “¡Que inventen ellos!”, espetó Unamuno. Así nos va.

¿Puede el sistema educativo contribuir de manera decisiva a generar la nobleza de la que España carece? Es decir ¿puede el sistema educativo formar un número bastante de personas libres, insatisfechas consigo mismas y capaces de estirar de nuestra sociedad hacia el futuro? O sea ¿puede el sistema educativo enmendar el truncamiento moral de la pirámide social española? La verdad es que no estoy muy seguro, pero creo que vale la pena intentarlo.

La transformación del deporte español en las últimas décadas invita al optimismo. Los Centros de Alto Rendimiento (CAR) consiguieron poner a deportistas y atletas españoles en los podios a partir de las Olimpiadas de 1992, rompiendo con la mediocridad de las décadas anteriores. El vuelco que ha dado el deporte de élite español desde esa fecha ha sido tremendo: se han ganado medallas olímpicas, Grand Slams, Tours, copas de Europa y del Mundo… Y no solo esto. El énfasis puesto por los CAR y por centros como La Masía en la formación integral de la persona y en la educación en los valores del esfuerzo, la ambición y la humildad, ha propiciado que los deportistas de élite se hayan convertido en modelo y ejemplo para la sociedad española, especialmente para la juventud. Y hay más. La formación específica de las élites deportivas no ha resultado en un debilitamiento de la práctica del deporte en las categorías inferiores, sino todo lo contrario. La referencia de la élite ha propiciado una verdadera explosión participativa no solo en categorías competitivas juveniles e infantiles, sino también en el nivel popular y familiar. La construcción del vértice de la pirámide ha sido esencial para que en España se haga más deporte, no menos, y se haga mejor. En todos los niveles. Este es el modelo que debería adoptar nuestro sistema educativo.

La enseñanza en España ofrece un panorama desolador que recuerda al mundo del deporte anterior a 1992. En el Informe de Competitividad Global 2010-2011 elaborado por el Foro Económico Mundial para 139 países, la calidad de la enseñanza primaria española ocupa el lugar 93, la calidad de la enseñanza secundaria y profesional el lugar 107 y la calidad de la enseñanza de las matemáticas y las ciencias el lugar 114. Este desastre parece no preocupar a nadie en España, y menos que a nadie a las familias con hijos en edad escolar. Consideran que las escuelas de sus hijos son lo suficientemente buenas, siempre y cuando los hijos del vecino no vayan a una escuela mejor. No hay demanda social en nuestro país para mejorar el sistema educativo, esa es la cruda realidad: la escuela española es el reflejo de la sociedad española. Y viceversa.

La creación de un pequeño número de centros educativos de excelencia públicos en la enseñanza secundaria podría ser un factor decisivo para romper este círculo vicioso. Por tres razones. En primer lugar, porque supondría reproducir un sistema de formación de élites que funciona bien en los países avanzados de nuestro entorno. Sin élites nobles, heterodoxas e insatisfechas, España seguirá yendo en el vagón de cola del progreso. En segundo lugar, porque para aumentar la calidad media de las escuelas españolas es imprescindible aumentar la dispersión en torno a la media. Es la filosofía de los CAR. El vértice de la pirámide es lo único que puede orientar a un sistema educativo desnortado. Y ese vértice, en España, no existe: hay que construirlo. Y, en tercer lugar, porque la envidia -pecado favorito ancestral de los españoles- puede acabar siendo el fulcro sobre el que apalancar la demanda social de mejores escuelas. Si, a pesar de la envidia, consiguieran establecerse centros de excelencia -reto formidable este- la misma envidia se encargaría de presionar para que mejorase la calidad del conjunto del sistema.

Los alumnos de los centros de excelencia deberían aprender, básicamente, a hacerse preguntas y a dudar de las respuestas que obtengan. La gestión de los centros debería ser profesional, al contrario de lo que ocurre ahora con las escuelas públicas, en donde es rotativa entre los profesores del centro, como si fueran comunidades de vecinos. Los directivos serían responsables de los resultados obtenidos y deberían tener una remuneración adecuada. Dado el escaso acervo español en este tipo de educación, sería muy conveniente contar con el apadrinamiento y el control de algún programa internacional de enseñanza secundaria de prestigio como, por ejemplo, la Organización del Bachillerato Internacional (OBI). Esto garantizaría no solo la inspiración y el control de calidad externo, necesarios ambos, sino también la formación continua del profesorado.

Los centros de excelencia deben ser exclusivos, en el sentido de que solo deben admitir a los mejores, pero no deben ser excluyentes, en el sentido de que nadie debe quedarse fuera por motivos económicos. Esto plantea el problema de cuántos recursos públicos serían necesarios para costear estos centros. El coste de un estudiante de Secundaria en un programa de la OBI ronda los 15.000 euros anuales. En España este coste es 6.000 euros, con lo que el coste adicional de la excelencia quedaría en 9.000 euros anuales por alumno. Un sistema de 20 centros con 250 alumnos cada uno repartidos en cinco cursos tendría permanentemente a 5.000 estudiantes en las aulas. El coste anual adicional del sistema sería de 45 millones de euros anuales. Esto equivale al coste de construir cuatro kilómetros de línea de ferrocarril de alta velocidad o a la mitad de lo que cuesta fichar a un Cristiano Ronaldo. ¿Cuáles son las prioridades de España? ¿Un tren que irá semivacío? ¿Ronaldo?

La educación en almoneda, la fábrica de tecnócratas y la tortura de las almas

Un article de William Astore · · · · · publicat a sinpermiso.info

Difícilmente pasa una semana sin que se registren titulares sobre el fracaso del sistema educativo norteamericano. Nuestros estudiantes no tienen buenos resultados en matemáticas ni en ciencias. La tasa de abandonos en la educación secundaria es demasiado alta. Los estudiantes de los grupos minoritarios se están quedando rezagados. Cuando no se presenta a los profesores como zánganos excesivamente bien pagados atrincherados en cargos vitalicios, se los pinta como santos mal retribuidos a merced de unos gestores indolentes y de unos padres impertinentemente hostiles.

Desgraciadamente, ninguno de esos titulares acierta a plantear la cuestión fundamental: ¿para qué sirve la educación? Muchas de las llamadas instituciones de educación superior de nuestros días ofrecen a los estudiantes una respuesta expedita: para conseguir un mejor puesto de trabajo, para lograr un salario más alto, para hacerse con unas aptitudes que respondan mejor a las necesidades de los mercados y para conseguir unos títulos más atractivos. Tanto más ahora, en un mercado laboral en colapso.

Y yo, que he tenido una vida no precisamente bohemia –20 años como militar en activo y 10 años como profesor universitario—, estoy convencido de que la educación norteamericana, y aun reconociendo que nos hallamos en tiempos muy malos, en tiempos en que el grueso de los estudiantes necesitan desesperadamente encontrar un puesto de trabajo, es demasiado utilitaria, vocacional y estrecha. Sencillamente, no basta con preparar a los estudiantes para un puesto de trabajo: necesitamos prepararles para la vida, acuciándoles a pensar más allá de las fronteras trazadas por sus orígenes parroquianos y provincianos. (Procedente de una clase obrera provinciana, hablo por experiencia.)

Y hay una lección obligada que todos nosotros, estudiantes y profesores, tenemos que aprender y reaprender constantemente, a saber: si se ve la educación en términos puramente instrumentales, como una vía para acceder a mejores ingresos, si se trata meramente como un mecanismo de producción de mercancías en masa para un mercado de efímeros bienes de consumo, entonces se ha franqueado ya el camino para la marcha triunfante de la maquinaria del poder y de quienes la manejan.

Tres mitos de la educación superior

Tres mitos sirven para restringir nuestra educación a lo estrechamente utilitario y práctico. El primero, particularmente difundido entre los críticos de orientación conservadora, es que nuestro sistema de educación superior es demasiado liberal y está completamente dominado por radicales anti-mercado y refugiados marxistas de los 60 que, como tantos otros Ward Churchills, lo que hacen es adoctrinar a nuestra juventud para que odien a los EEUU de América.

Tonterías.

Los estudiantes de secundaria de nuestros días lo que son es adoctrinados en la idea de que necesitan conseguir “titulaciones que funcionen” (la consigna oficial de la institución en la que yo trabajo). Se les enseña a medir su propio valor conforme al salario que recibirán cuando salgan de la vida académica. Se les urge a ser aprendices de por vida, no porque aprender genere un dinamismo de cambio y sea disfrutable en sí mismo, sino porque “estar al tanto” es “mantenerse competitivos en el mercado global”. (Se calla por sabido que estar al tanto difícilmente evitará que tu puesto de trabajo sea deslocalizado y trasladado allá donde se halle el postor que haga la oferta más barata.)

Y hay un segundo mito, más difundido aún y procedente del mundo de la tecnología: las aptitudes técnicas son la clave del éxito y de la vida misma, y quienes se hallan en el lado equivocado de la divisoria digital están condenados a vidas miserables. De eso se sigue necesariamente que los computadores son una panacea, que introducir en el aula la tecnología correcta y ponerla en manos de los estudiantes y de los profesores resuelve todos los problemas. La clave del éxito, en otras palabras, son las pantallas interactivas inteligentes, no los profesores inteligentes en interacción con estudiantes curiosos. Consecuencia: dosis de lecciones enlatadas servidas con eficiencia PowerPoint y estudiantes que se esfuerzan como robots en copiar todo lo que aparece en las diapositivas, cuando no se limitan a exigir que todas las presentaciones se cuelguen en el servidor local.

Un “extra” de ese enfoque es que los institutos de enseñanza secundaria pueden medir más fácilmente (o “evaluar”, como ellos dicen) cuántas aulas tienen conectadas a la red, cuántas lecciones on-line imparten, incluso cuánto dinero reportan sus profesores a la institución. Con esas y otras métricas en mano, puede reclutarse, o retenerse, a estudiantes y a padres, con datos de aparente autoridad: tasas de éxito en la colocación laboral, remuneraciones salariales promedio de los graduados, incluso tasas de satisfacción de los alumnos (que arrojan, normalmente, sus mejores resultados cuando su equipo de fútbol va ganando).

Un tercer mito muy difundido –que se abre camino hacia la educación superior desde el mundo militar y desde el mundo de los negocios— es el siguiente: si no es cuantificable, no es importante. Con tal formato mental, la anticuada idea de que la educación tiene que ver con el troquelado del carácter, con la formación de una identidad moral y ética, o aun con el logro de una personalidad autoconsciente, se despeña por un derrotadero. Después de todo, ¿cómo podrían cuantificarse en términos de objetivos evaluables rasgos tan elusivos? ¿Cómo presentar esas difícilmente metrizables propiedades en unos folletos de marketing, o en encendidos comunicados de prensa, o en impactantes DVDs destinados a competir en el encandilamiento de potenciales estudiantes y de sus angustiados padres, a fin de que suelten grandes cantidades de dinero para asegurarse un futuro lucrativo?

Tres realidades de la educación superior

¿Qué tienen que ver la tortura, una recesión descomunal y dos guerras debilitadoras con nuestro sistema educativo? Digo yo: ¡mucho! Son las tres realidades más inmediatas de un sistema que fracasa en la tarea de desafiar, o hasta de criticar, de alguna manera mínimamente significativa a la autoridad. Carencia debida en gran parte al sesgo tecnocrático de este sistema y a sus insuficiencias pedagógicas: debida, esto es, a lo que se nos enseña a ver y a no ver, a apreciar y a no apreciar, a valorar y a despreciar.

En las dos últimas décadas, la educación superior, como el mercado inmobiliario, disfrutó de su propia burbuja de crecimiento: matriculaciones crecientes, lujosas instalaciones de alta tecnología y dotaciones hinchadas como globos. Los norteamericanos invirtieron mucho en esos productos derivados como parte de un “incremento” educativo que puede terminar resultando tan caro y tan unidimensional como nuestros “incrementos” militares en Irak y Afganistán.

Como de costumbre, se consintió el deterioro de las humanidades. ¿Qué no se sabe mucha historia? Pues nada, adelante y autorícese la tortura del submarino, que los EEUU persiguieron como un crimen después de la II Guerra Mundial. ¿Qué no se sabe mucha geografía? Pues nada, adelante, y envíense tropas al montañoso Afganistán, ese “cementerio de imperios”, para que se las trague el terreno mientras luchan en una guerra aparentemente interminable.

Tal vez esté yo sesgado porque enseño historia, pero obsérvese el hecho siguiente: a menos que un cadete de la Academia de las Fuerzas Aéreas (en donde yo di clase) decida especializarse en el asunto, nunca tendrá que rendir examen de un de historia de los EEUU. Sin embargo, a los cadetes se les exige la matrícula en un mareante rimero de cursos sobre distintas disciplinas de ciencia y de ingeniería, así como de cálculo. O, civiles, pensad esto: en el Pennsylvania College of Technology, en donde ahora doy clase, de los cerca de 6.600 estudiantes actualmente matriculados, sólo 30 optaron este semestre por un curso de historia de los EEUU desde la Guerra Civil, y sólo a tres se les exigió académicamente hacerlo.

No tenemos que preocuparnos porque nuestros graduados olviden las lecciones de la historia, porque nunca llegaron a aprenderlas.

Nuevas gafas de sol

Una actitud muy extendida en la educación superior de nuestros días es esta: los estudiantes son clientes a los que hay que gratificar con profesores y gestores orientados al servicio. Por eso, en gran medida, al menos en mi institución, los asuntos más acaloradamente debatidos en el Consejo estudiantil no son las guerras del gobierno, la tortura o los rescates bancarios, sino la falta de estacionamiento y la calidad de la comida servida en la cafetería.

Es mucho decir, pero mientras sigamos tratando a los estudiantes como clientes y a la educación como una mercancía, nuestras esperanzas de cambios verdaderamente sustantivos en la dirección de nuestro país se verán frustradas. Mientras la educación esté gobernada por imperativos tecnocráticos y por la tiranía de lo práctico, nuestros estudiantes fracasarán a la hora de hacer suyo el precioso objetivo sentado por Sócrates: conócete a ti mismo, y así, tus propios límites y los de tu país.

Saber cómo salir airoso o cómo salir adelante es una cosa, pero conocerte a ti mismo es luchar por reconocer las propias limitaciones y las propias ilusiones. Ese conocimiento es perturbador, peligroso incluso: como las gafas de sol furtivamente regaladas por Roddy Piper en la película de serie “B” They Live (1988). En el caso de Piper, las gafas revelaban una pesadilla en blanco y negro, un mundo en el que una elite alienígena rapaz manejaba las palancas del poder, al tiempo que unos humanos semejantes a un rebaño de corderos pastaban pasivamente, mecidos por consignas que les incitaban a la conformidad, el consumo, la vigilancia, el matrimonio y la reproducción.

Como esas gafas de sol, la educación debería ayudarnos a vernos a nosotros mismos y a nuestro mundo de maneras frescas y aun perturbadoras. Si, como nación, estuviéramos educados de manera adecuada, la única tortura en marcha sería la que aconteciera en nuestros propios corazones y en nuestras propias mentes: una lucha contra la aceptación del mundo tal y como nos lo empaquetan y venden los pragmatistas, los tecnócratas y todos quienes creen que la educación no es sino un pasaporte al éxito material.

William Astore, coronel retirado, enseñó seis años en la Air Force Academy de los EEUU. Profesa actualmente en el Pennsylvania College of Technology. Escribe regularmente en TomDispatch , The Nation, Salon.com, Asia Times y  Le Monde Diplomatique.

Publicat a www. sinpermiso.info el maig 2009 i traduit per  Casiopea Altisench

La inteligencia: ¿qué es y cómo estimularla?

un altre article de: Javier Abellán
Psicólogo clínico infantil
Centro de Servicios Infantiles y de Familia -Cisf-
javierao@cisf.es

Los hijos y las hijas tienen la obligación de superar a madres y padres en todos los aspectos. Desde que el mundo es mundo la evolución ha sido constante y positiva. Un medio cambiante obliga a los individuos a adaptarse para sobrevivir, y dentro de nosotros está la potencialidad de responder a las nuevas demandas del entorno. Piense en cómo nuestros hijos manejan los ordenadores y navegan por Internet con la misma soltura que  antaño jugábamos al parchís.

Piense en la paradoja que supone que nuestra prole acabe superándonos cuando nosotros somos sus hacedores (en realidad educadores). La salida al intríngulis es simple: son ellos y ellas los que se hacen a sí mismos, los que se enseñan a sí mismos. A las personas que nos dedicamos a educar tan sólo nos corresponde facilitarles los medios para que ellos dispongan de lo necesario para crecer, y esto es así porque la naturaleza ya ha dispuesto un programa adaptativo en su cerebro. El cerebro se hace a sí mismo y lo hace adaptándose a las condiciones que encuentra en su entorno. Viene siendo así desde hace ochenta y dos mil generaciones.

Si bien la información que contiene el cerebro en el primer momento es cero, todo está dispuesto para que cada experiencia se escriba en las neuronas de manera que en unos tres años un niño o una niña ya dispone de información decisiva para toda su vida. A esto le llaman aprendizaje psico-motriz. Para ello es necesario que el individuo se mueva y experimente emociones en su interacción con el espacio físico, con el tiempo que transcurre, con los objetos inertes y con el entorno social y humano.

Podemos definir la inteligencia, a la luz de las neurociencias, como la capacidad de una enorme red neural, que “pesca” todo lo que incide sobre ella. Los conceptos que “pesca” se escriben como memoria y constituyen lo aprendido (aprehendido). Para hacernos a la idea de la complejidad de esta red pensemos en cien mil millones de unidades neuronales, cada una de las cuales tiene una media de conexión con seis mil vecinas. En cada ocasión que un concepto accede a la red unos cuantos millones de neuronas se acostumbran a comunicarse de una determinada forma con sus vecinas, estableciendo un “peso de conexión” que al principio es muy débil, pero que poco a poco se consolida como una relación estable de vecindad. El resultado es que al cabo de múltiples experiencias con ese concepto, este ha pasado a formar parte de la estructura orgánica de nuestro cerebro, y la vez siguiente en que se identifica provoca una activación de esas unidades neurales específicas que lo guardan en su memoria y que lo han aprehendido. El concepto “a” ilumina la red /a/ y el concepto “b” ilumina la red /b/, y así sucesivamente; con la ventaja de que casi todos los conceptos están relacionados a fuerza de compartir unidades neurales en sus respectivas redes de activación. De ahí que cuanto más se sabe más asociativo se es.

Piense en las consecuencias que de esta comprensión del funcionamiento del cerebro se pueden derivar para hacer una mejor estimulación de la inteligencia. La primera será la llamada “ley del empezar pequeño”, es decir, que la relación de vecindad entre neuronas no se alcanza de golpe, sino después de multiples experiencias que van sumando mayores “pesos de conexión”. Nos toca por lo tanto, tener paciencia y no esperar que se sepan las cosas a la primera. De hecho parece que olvidaran lo que tan primorosamente les acabamos de “enseñar”, provocándonos una frustración que podemos acabar revertiéndoles negativamente. Nos comprometemos desde ahora a respetar sus tiempos, a ser creativos con nuestras propuestas de actividad y a dosificar el trabajo en sesiones cortas pero abundantes. Los guisantes son redondos y el círculo también, unos toman vida en la cocina y otros en la ficha del cole: experiencias distintas que van al mismo concepto, que iluminan la misma red.

Para acercarnos a una segunda consecuencia debemos pensar en el procedimiento que la propia naturaleza del cerebro aplica para fijar o codificar la memoria. La huella de memoria es física, pero el aparato codificador-descodificador es psicológico. Piense en cómo un gran susto bloquea la memoria o en cómo el recuerdo de algo que tenemos “en la punta de la lengua”, se produce cuando nos olvidamos que queremos recordarlo, y precisamente cuando notamos que nos llega, identificamos un “color” o “aroma” emocional que ya nos anticipa que estamos cerca de rememorarlo. Note de esta forma introspectiva la importancia que las emociones tienen sobre el establecimiento de las relaciones de vecindad entre las neuronas. Ahora ya adivina que para ayudar al aprehendizaje además de tener paciencia y ofrecer experiencias motivantes, deberá usted velar porque sus educandos no se bloqueen emocionalmente, y sientan la dicha de satisfacer sus limitadas expectativas. Piense que a los niños y las niñas les encanta aprender, no arruine sus iniciativas, acepte sus resultados y disfrute con ellos en el próximo y último párrafo.

Barrio Sésamo es el programa de televisión más inocuo para la infancia y el que más nos ha enseñado a padres y madres. En una investigación longitudinal, años después de la primera edición del programa, se compararon las calificaciones académicas de escolares que siguieron cada día los episodios, con las notas de los que no lo hicieron. El resultado fue descorazonador para los productores de Barrio Sésamo. No había diferencias significativas entre los resultados de uno y otro grupo. Sin embargo los padres aprendimos mucho de ese fracaso, ya que un reducido grupo de niños y niñas eran más inteligentes que los demás; y no eran otros que quienes habían “jugado” a ver Barrio Sésamo en compañía de sus progenitores. Piense en la tercera consecuencia de nuestra reflexión. Puede llamarla “ley de acompañamiento”. Acompañe a sus retoños a disfrutar de la aventura del conocimento. Disfrute.

La Autoridad: Cómo hacer para que niños y niñas obedezcand

de:
Javier Abellán

Psicólogo clínico infantil

http://www.cisf-murcia.com

Quien bien te quiere te hará llorar, y lo hará con cariño, no con sadismo: póngase usted en tratamiento si goza castigando a sus hijos. Educar es una tarea dura. No nos gusta hacerlo. Preferiríamos quizás dejar libres a nuestros retoños para que ya decidan ellos por sí mismos, pero los resultados serían catastróficos para su desarrollo y personalidad. Se convertirían en tiranos insufribles, incapaces de convivir en sociedad. La única opción viable consiste en tomar el control sobre sus vidas y actuar con responsabilidad. La mayoría de educadores están de acuerdo con hacerlo así pero no saben cómo.

Vamos a tratar de resolverlo en unas cuantas líneas. La primera idea tiene que ver con el concepto de autoridad. La autoridad dictatorial, ejercida por la fuerza, no nos hace libres porque no nos enseña a dominarnos, tan sólo nos pervierte y nos hace hipócritas para burlar al poder establecido. La autoridad científica se obtiene por el reconocimiento general a nuestros aciertos, pero nuestros educandos no poseen criterios para juzgarnos. Sin embargo la autoridad democrática es la más parecida a la del educador responsable, ya que le es concedida por el pueblo al que representa, es decir, sus educandos. Educar es servir, como debe hacerlo un servidor público. El egoísmo no tiene cabida.

Si se practica una educación democrática, los niños y niñas conceden un gran premio a sus educadores. La autoridad en la educación es el premio que nuestros hijos nos conceden cuando la ejercemos con responsabilidad. Una autoridad bien ejercida hace libres a los seres humanos, porque les enseña a administrar su libertad desde la infancia.

Cuando nos proponemos llevar a la práctica estas ideas nos enfrentamos a múltiples disquisiciones: ¿estoy seguro de mí mismo?, ¿soy un modelo adecuado para ofrecer a mis hijos?, ¿de dónde obtendré las fuerzas para mantenerme estable en la tarea?, etc. Vamos al grano. La tarea consiste en principio en definir un marco que dé forma a la realidad en la que han de desarrollarse niños y niñas.

Los límites de este marco son las normas, leyes, hábitos y costumbres que dan seguridad y salvan al niño de la angustia del exceso de libertad. Dentro de este marco debemos ampliar los grados de libertad que les concedemos, conforme el niño y la niña van siendo capaces de autoadministrársela, y van asumiendo sus propios compromisos. Los bebés deciden sus juegos; cuando ya poseen lenguaje deciden sus gustos para vestir; cuando poseen suficiente control emocional están preparados para negociar y debe aceptárseles la negociación, y llegada la adolescencia pueden contratar su convivencia con la familia.

En ningún caso y a ninguna edad se ha dicho que los niños comen “a la carta” si así lo desean, o disponen de la tarjeta de crédito de sus padres. Quizás lo que más agradecen es un padre y una madre capaces de “malgastar” su propio tiempo jugando con ellos en vez de trabajar durante las horas que deberían ser de convivencia familiar. Preparar todos juntos una buena comida doméstica sí que es una verdadera fiesta. Pagar el sobreprecio de un restaurante sale muy caro, no sólo para el bolsillo, sino por el empobrecimiento de la calidad de las experiencias.

Terminaremos regresando al sentido común para rematar la definición del mencionado marco de referencia. El educador debe mostrarse seguro de sí mismo, ya que constituye el referente que se ofrece al niño. Las leyes deben enunciarse con claridad, con pocas palabras y mantenerse estables en el tiempo, hasta que el niño acaba estando seguro de su educador. Cuando el educando puede predecir el comportamiento del educador entonces puede confiar en él, sabiendo que nunca le defraudará. Si la ley decía que nunca podía tomarse el postre antes que la comida, seguro que después de unos años sería el niño quien tendría que castigar a su educador si este le propusiera comer un helado antes que la sopa.

Epílogo: ¿Existe quizás algún adulto sano capaz de convivir veinticuatro horas con un niño, sin perder la cabeza? La respuesta es no. Excepto que este adulto posea una capacidad excepcional de autodominio de sus propias emociones y ofrezca este modelo de funcionamiento a sus educandos. Cuanto más llore y patalee el niño más tranquilo debe mostrarse el adulto. El niño tiene derecho a la pataleta por su inmadurez y su falta de experiencia emocional. Al final siempre acaba ganando el que posee mayor templanza y serenidad. No lo dude usted en esos momentos de desesperación.

Para que nuestros hijos e hijas nos obedezcan tendremos que sudarnos la camiseta, ganándonos la autoridad que ellos nos conceden como recompensa al uso responsable de nuestro poder.